Buscando la
Cara del Señor
Confía en María, la testigo más grande de la esperanza
Esta es la última columna de la serie de reflexiones sobre la virtud teológica de la esperanza.
Con la guía del papa Benedicto XVI a través de su encíclica “Spe Salvi” (“Salvados por la esperanza”), hemos tratado de comprender más a plenitud el significado de la verdadera esperanza, su relación con la fe y cómo la esperanza genuina no se encuentra en la política, la ciencia o la tecnología, sino en el amor providencial de Dios.
Hemos estudiado con detenimiento el significado de ser un “pueblo peregrino” que camina para reunirse con Cristo en el cielo.
Al final de esta travesía se encuentra el Juicio Final, en el cual se nos hará rendir cuentas por la forma en que vivimos e hicimos ejercicio de la libertad que Dios nos ha dado.
Por último, hablamos brevemente sobre las enseñanzas de la Iglesia en cuanto al cielo, al infierno, al purgatorio y a la esperanza que debemos encontrar en la integración de la justicia y la misericordia que creemos que sólo se puede hallar en Jesús, el Justo Juez.
Tal y como el papa Benedicto nos recuerda: “La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía” (“Spe Salvi,” #49).
La esperanza no es una virtud individualista. Es un don de Dios otorgado a través de otras personas (los testigos de la esperanza). Hemos sido llamados a ser buenos administradores de este don, a compartirlo generosamente con los demás.
Por supuesto, la testigo más grande de la esperanza es María, la Estrella de la Esperanza, cuyas palabras y acciones nos encaminan siempre hacia Jesús, su hijo.
“Con su sí,” escribe el Santo Padre, “abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)” (“Spe Salvi,” #49).
Confiamos en María porque experimentó la misma confusión y ansiedad que experimentamos nosotros. Tenía motivos para desesperarse por la “espada de dolor” que atravesó su corazón. Pero María nunca perdió la esperanza. Al contrario, la sostuvo durante todo el camino al pie de la Cruz, hasta la alegría de la resurrección de su hijo y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
El papa Benedicto nos dice que la esperanza de María la convirtió en “la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia” (“Spe Salvi,” #50).
¿Por qué confiamos en María como la testigo preeminente de la esperanza en Cristo? ¿Qué hay en su vida que justifica el nombre que le han dado los cristianos de todas las generaciones: Madre de la Santa Esperanza?
Cada etapa importante de la vida de María, desde el momento en que el ángel Gabriel la visitó y supo que iba a convertirse en la madre de su Señor, pasando por las contrariedades del ministerio público de Cristo, hasta que se detuvo debajo de la Cruz, se vio obligada una y otra vez a tomar decisiones que exigían una fe ciega en la providencia divina.
Desde la perspectiva humana, María tenía todos los motivos para temer y sentirse afligida.
En todos los casos, María aceptó la voluntad de Dios. Eligió creer en la divina providencia. Es testimonio de la esperanza que depende completamente del amor y del cuidado de Dios. María confió en su Divino Hijo y en Su Padre en el cielo. Aceptó muchas cosas que no comprendía y depositó su esperanza en lo único que siempre se puede confiar: en el amor y la fidelidad de la Divina Trinidad.
Al concluir nuestras reflexiones sobre la virtud teológica de la esperanza, una virtud que resulta especialmente importante en esta época de incertidumbres, rezamos junto con el papa Benedicto: “Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino” (“Spe Salvi,” #50).
¡Oh, Madre de la Santa Esperanza! Bendice nuestra arquidiócesis y a todo el pueblo del centro y sur de Indiana mientras proseguimos nuestro camino de esperanza en Cristo que comenzó hace más de 175 años.
Junto con Santa Theodora Guérin, el Siervo de Dios Simón Bruté, San Francisco Javier y todos los santos, muéstranos el sendero a Cristo, nuestra Esperanza, para que, al igual que tú, podamos aceptar la voluntad de Dios y ser una comunidad compasiva. Amén. †