Cristo, la piedra angular
Las oraciones de Jesús en la cruz hablan de abandono y de esperanza
“Jesús, con un grito, exclamó: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.’ Y diciendo esto, expiró” (Lc 23:46).
Este domingo, el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, marca el inicio de la semana más santa del año eclesiástico. A medida que damos los últimos pasos de nuestro camino hacia la Pascua, recordamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, seguida rápidamente de su ignominiosa pasión y muerte en una cruz.
Jesús murió rezando; entregó la totalidad de su ser al Padre en un profundo acto de amor y alabanza. La narrativa de la pasión que escuchamos el Domingo de Ramos (Lc 22:14–23:56), no incluye el conocido grito de Jesús “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27:46; Mc 15:34) pero habla sobre la sensación que le causa el abandono de sus discípulos (especialmente Judas) y de su lucha interior por cumplir con la voluntad del Padre. El último grito de Jesús, tal como lo narra el Evangelio según san Lucas, está colmado de entrega: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23:46).
Las personas que se encontraban allí y que escucharon las palabras que pronunció el Señor, según citan san Mateo y san Marco, tergiversaron su significado. Pensaron que llamaba a Elías o a uno de los profetas para que vinieran a salvarlo y no se daban cuenta de que sus palabras sobre el abandono eran, al mismo tiempo, de profunda esperanza. Desde la cruz, Jesús habla de abandono y de esperanza.
Al pararnos frente a la cruz la semana que viene, con toda razón nos preguntaremos ¿qué quiso decir Jesús cuando pronunció estas palabras de abandono y esperanza? ¿De verdad creyó que su Padre lo había abandonado? ¿Cuál fue la fuente de su esperanza? ¿Qué significa este último acto de alabanza, para él y para muchos de nosotros que hemos sentido la “ausencia” de Dios (especialmente durante los escándalos de este último año) y que buscamos desesperadamente un atisbo de esperanza?
Jesús murió de la misma forma que vivió: en un diálogo constante con su Padre, en comunión con aquel cuyo amor respaldaba cada una de sus palabras y de sus acciones como Hijos del Dios Viviente y nuestro hermano. Jesús vivió y murió rezando. Esto significa que vivió y murió en una comunión íntima con Dios. Cada palabra que pronunciaba, cada acción que realizaba estaba intrínsicamente vinculada a la voluntad de su Padre.
A diferencia de lo que nos ocurre a usted y a mí, no existía ninguna división entre las intenciones de Jesús y sus acciones. Si bien su naturaleza humana se rebelaba contra las terribles exigencias que le fueron impuestas a medida que se adentraba en la soledad y el amargo dolor de su pasión y muerte, Jesús aceptó la voluntad de su Padre e hizo lo que tenía que hacer. ¿Por qué? Para salvarnos de nuestros pecados; para demostrarnos lo que significa entregar la voluntad y dejar que Dios, nuestro Padre, nos eleve en una piadosa comunión con Él.
La oración de entrega amorosa de Jesús en la cruz transformó su sufrimiento y muerte en un acto de amor y alabanza. Mediante sus palabras, fuimos sanados; mediante su muerte cruel, hemos sido liberados. Su oración fue la fuente de su liberación; su aceptación de la voluntad del Padre es lo que permitió que pudiera descender al infierno y liberar, mediante su enorme acto de amor desinteresado, a todos aquellos que esperaban ser liberados.
El salmo 21, la oración que Jesús pronuncia en las narrativas de la pasión de Mateo y Marcos, es un salmo profético que afirma la suprema bondad de Dios aún a pesar del dolor y el sufrimiento de la vida. Jesús reza con estas palabras en solidaridad con todos aquellos que sufren y todos los que temen que Dios los ha abandonado. Pero el Señor también reza este magnífico salmo de esperanza mesiánica con la plena confianza de que sus promesas de libertad y salvación se están cumpliendo, aún a pesar de pronunciar estas amargas palabras de abandono en la cruz, en medio de un sufrimiento indecible.
Jesús murió rezando; murió compartiendo con su Padre todas las esperanzas y sufrimientos de su pueblo, es decir, todos los que compartimos su pasión, muerte y resurrección. Las maravillosas oraciones que el Señor pronunció a viva voz desde la cruz también son nuestras; conocemos su desesperanza y su esperanza. Conocemos su soledad y su promesa de una comunión íntima con Dios.
Al pararnos frente a la cruz durante esta Semana Santa, demos gracias a nuestro Padre por el maravilloso obsequio de amor que su Hijo nos ha dado a cada uno de nosotros. Recemos para hacer nuestras también sus oraciones de abandono y esperanza.
Por último, pidámosle al Padre la gracia de poder entregar nuestro egoísmo y pecado para que, junto con Jesús, nosotros también podamos resucitar nuevamente en gloria en este Domingo de Pascua y en la hora de nuestra muerte. Amén. †