December 6, 2024

Cristo, la piedra angular

Este Adviento, busquemos en María Inmaculada la luz de la gloria de Dios

Archbishop Charles C. Thompson

“¡Jerusalén, quítate tu ropa de luto y aflicción, y vístete de gala con el esplendor eterno que Dios te da! Vístete la túnica de la victoria de Dios, y ponte en la cabeza la corona de gloria del Eterno. Dios mostrará en toda la tierra tu esplendor, pues el nombre eterno que Dios te dará es: Paz en la justicia y gloria en el servicio a Dios” (Bar 5:1-4).

Este año, debido a que el segundo domingo de Adviento cae el 8 de diciembre, la solemnidad de la Inmaculada Concepción se traslada al lunes 9 de diciembre. Tenemos la bendición de celebrar muy cerca estas dos hermosas liturgias porque lo que esperamos con alegría durante el tiempo de Adviento se revela en María Inmaculada.

La primera lectura del segundo domingo de Adviento del profeta Baruc contiene una visión de la nueva Jerusalén resplandeciente con el esplendor y la gloria de Dios: “Los bosques y todos los árboles olorosos darán sombra a Israel por orden de Dios, porque él guiará a Israel con alegría, a la luz de su gloria, y le mostrará su amor y su justicia” (Bar 5:9). El esplendor de la gloria de Dios radica en la unión entre la justicia y la misericordia, que es lo que el Adviento anticipa con alegre esperanza.

A través de la gracia que Dios concede a María Inmaculada se cumple esta profecía del Antiguo Testamento. Su «sí» a la invitación de Dios de convertirse en la madre de nuestro Salvador hizo posible que la gloria de Dios brillara en las tinieblas de nuestro mundo. María es el esplendor de Jerusalén “envuelta en el manto de justicia de Dios.” Ella simboliza la paciente espera que caracteriza esta temporada santa, y su fidelidad a la Palabra de Dios prepara el camino para la nueva venida de Cristo.

Las lecturas de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción apoyan esta expectativa del Adviento. Como escribe san Pablo a los Efesios, y a todos nosotros:

“Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues en Cristo nos ha bendecido en los cielos con toda clase de bendiciones espirituales. Dios nos escogió en Cristo desde antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin defecto en su presencia” (Ef 1:3-4).

Dios nos eligió a todos “antes de la fundación del mundo” para que viviéramos sin pecado; quería que fuéramos santos, como Dios, y desprovistos de la corrupción del pecado y de la muerte.

Nuestros primeros padres rechazaron la invitación de Dios y, como resultado, heredamos su pecado original. Únicamente el don sacrificial del Hijo único de Dios podía redimirnos de esta maldición. Estamos libres de las devastadoras consecuencias del pecado original porque Dios nos ama tanto que no podría soportar vernos condenados a un futuro sin esperanza.

La Inmaculada Concepción es un signo profundo del amor de Dios por sus hijos. Anticipándose a la pasión, muerte y resurrección de su divino Hijo, María nació sin pecado. Fue elegida para ser el signo de nuestra gloria futura como hijas e hijos de nuestro Padre celestial.

Cuando el ángel visitó a María en Nazaret y al saludarla se dirigió a ella como “lena de gracia,” el mensajero de Dios reconoció que “el Señor está contigo.” María no solamente llevaba al niño en su vientre, sino que estaba “bendecida en Cristo con toda bendición espiritual” y radiante del esplendor de Dios. La Encarnación fue tanto una realidad física como una transformación espiritual mediante la cual María fue capaz de prefigurar el cambio que se producirá en todo aquel que resucite de entre los muertos en el Último Día.

La gloria de Dios que es nuestra esperanza de Adviento puede verse en la Santísima Virgen María. Ella es lo que esperamos llegar a ser por el poder de la gracia de Dios. Es paciente, humilde, pura y totalmente obediente a la voluntad de Dios. Reflexiona en su corazón sobre los misterios de la vida, el sacrificio y el amor incondicional. Sirve a los demás aun a costa de sí misma. Y, sobre todo, sigue los pasos de su amado Hijo.

En este tiempo de Adviento, busquemos en María Inmaculada la luz de la gloria de Dios y descubramos la verdad sobre nuestra vocación como hijas e hijos del mismo Padre del cielo. Oremos.

Acordaos,
oh piadosísima Virgen María,
que jamás se ha oído decir
que ninguno de los que han acudido
a tu protección,
implorando tu asistencia
y reclamando tu socorro,
haya sido abandonado de ti. 
Animado con esta confianza,
a ti también acudo, oh Madre,
Virgen de las vírgenes, 
y aunque gimiendo
bajo el peso de mis pecados,
me atrevo a comparecer
ante tu presencia soberana. 
No deseches mis humildes súplicas,
oh Madre del Verbo divino,
antes bien, escúchalas
y acógelas benignamente. 
Amén.

Que este tiempo santo nos acerque a María y, a través de ella, a su amado Hijo, Jesús. †

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