El rostro de la misericordia / Daniel Conway
Los tiempos litúrgicos nos recuerdan que el nuestro es el Dios de la Paz
El Adviento es la temporada de la expectativa. Durante estas cuatro semanas antes de Navidad, esperamos la llegada del Príncipe de la Paz, y esperamos pacientemente a la Bendita Esperanza que ha prometido entrar en nuestros corazones una vez más.
La paz es el primer regalo de Navidad que se recibe. La noche en que nació nuestro Salvador en Belén, los ángeles se aparecieron a los humildes pastores y proclamaron: “paz entre los hombres de buena voluntad” (Lc 2:14).
La paz es también el primer regalo de la Pascua. Tal como el papa Francisco nos enseña, “El saludo de Cristo resucitado, ‘la paz sea con ustedes’ [Jn 20:19], es la consigna del triunfo definitivo. Participar en esta paz, recibirla, significa participar ya en la paz de la Resurrección.”
La paz es un regalo de Dios para nosotros, sus hijos cansados, ansiosos y asustados. Pero el Papa advierte que “no debemos confundir la verdadera paz con la ilusión de la paz.” Una paz falsa “es la paz de la ignorancia, la paz de la inocencia fingida que esquiva las dificultades, la paz del rico que ignora a Lázaro.” La ilusión de la paz proviene del autoengaño, la complacencia y el pecado de la indiferencia. Esta no es la verdadera paz.
“La verdadera paz nace de la tensión entre dos elementos contrarios,” explica el Santo Padre, “la aceptación de un presente en el que reconocemos nuestra debilidad como pecadores y, al mismo tiempo, pasar más allá de ese mismo presente como si ya estuviéramos liberados de la carga del pecado.”
La paz de Cristo (Pax Christi) incluye la tensión que existe entre nuestra realidad presente, que siempre está llena de imperfecciones, y una realidad futura que estamos llamados a acoger: el reino de Dios que está en medio de nosotros ahora, pero que no se perfeccionará hasta que Cristo vuelva al final de los tiempos. Mientras tanto, esperamos con alegre esperanza la paz que Cristo nos asegura que está con nosotros ahora y aún por venir.
“No hablamos de una paz sencilla, sino más bien exigente,” aclara el Sumo Pontífice. “La paz no elimina la fragilidad o las deficiencias. Gracias a esta paz elegimos un estado de vida y podemos cumplir la voluntad de Dios. No es la paz que da el mundo, sino la paz del Señor.”
La paz del Señor no es complaciente o indiferente. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando afirma: “No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a poner al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su misma casa” (Mt 10:34-36).
Esta es la tensión de la que el papa Francisco nos advierte. Seguir a Jesús, el Príncipe de la Paz, no es fácil. Significa aceptar nuestras cruces en la vida, y puede implicar sufrimiento, incluso martirio, al rechazar los caminos del mundo y esforzarse por vivir las Bienaventuranzas, el camino de la paz duradera. La paz verdadera puede resultar inquietante, incómoda e incluso dolorosa ya que es una espada que nos aparta del egoísmo y el pecado. Pero si somos pacientes y perseveramos en el seguimiento de Cristo, su paz nos traerá una alegría duradera.
“Nuestro Dios es el Dios de la paz,” nos asegura el Papa. “Él quiso darnos esta paz, pacificándonos en su Hijo, para que nosotros también la transmitamos, como el vínculo de comunión que preserva la unidad.”
El canto de paz de los ángeles, como el saludo de Cristo resucitado, está destinado a consolarnos en nuestra ansiedad y miedo, pero no es una falsa esperanza ni una promesa vacía. Porque también es una espada, la paz de Cristo nos desafía a dejar nuestras ilusiones y a acoger la verdad sobre nosotros mismos: que somos pecadores necesitados de la misericordia de Dios.
“El advenimiento de esta paz se dio a conocer a todos en la víspera de Navidad, y el eco de este anuncio resuena hasta el Domingo de Ramos,” afirma el Santo Padre. “Se nos ha pedido que la busquemos y que encaminemos nuestros pies por caminos de paz [Lc 1:79], porque todos hemos sido llamados a vivir en paz.”
Ven, oh Príncipe de la Paz. Con san Agustín, rezamos: “Nuestro corazón no tendrá sosiego hasta que descanse en ti.” Y con el papa Francisco, rezamos: “Que esta paz guarde nuestros corazones y mentes, y nos inspire a buscar la paz con todos los hombres y mujeres.”
(Daniel Conway es integrante del comité editorial de The Criterion.) †